Luis es psiquiatra y le llegan situaciones extremas. Esto lo vemos reflejado en el tinte "tragicómico" de su artículo y en la intensidad de las vivencias que describe. Seguro que el común de los mortales tenemos síntomas más moderados o no nos vemos reflejados en la situación.
En cualquier caso me doy por satisfecho si con esta entrada alguien comienza un diálogo serío, pausado y constructivo con su pareja. También si alguien se ha reido o se ha dado cuenta de que nos es tan especial. Ahí va..., con título original incluido
DOCTOR, A MI MARIDO SE LE HA IDO LA OLLA
La historia es más frecuente de
lo que uno pudiera imaginarse y siempre empieza de la misma manera. Mujer de
unos cincuenta y tantos años, ama de casa. Acude a consulta porque de un tiempo
a esta parte ha empezado a presentar síntomas de ansiedad y depresión. Dice que
no sabe a que se debe. Que en general las cosas le van bien, sin novedad, como
siempre.
Pero de buenas a primeras la
paciente se sincera y salta la liebre. Comienza a decir: “Mire Doctor no sé por
donde empezar, es mi marido que lleva un tiempo bastante raro. Yo creo que se
le ha ido la olla. Está para que usted lo vea.”
El marido también ronda los cincuenta
años, es funcionario (o no) y tiene tres o cuatro hijos. De repente un día sin
comerlo ni beberlo se despertó por la mañana y se dio cuenta de que ese iba a
ser el primer día del resto de su vida. Se percató de que le quedaba menos vida
de la que ya había vivido y no tenía ningunas ganas de comenzar a recorrer este
último tramo de su existencia.
Es como si hubiera caído en la
cuenta de que ya nada iba a cambiar sensiblemente hasta que saliera por la
puerta de casa con los pies por delante: “ya no voy a obtener el ansiado
ascenso profesional, nunca tendré un piso en la playa, no aprenderé a esquiar, jamás
visitaré las pirámides de Egipto. Soy un fracasado. No he conseguido ninguna de
las metas que me he propuesto en la vida”.
En seguida esta situación da pie
a un estado de profunda depresión. El paciente sufre una crisis de adolescencia
en plena madurez (la pitopausia que dirían las feministas). Es como una especie
de regresión, de vuelta a la infancia. Su comportamiento se vuelve
completamente infantil, quiere que todo esté hecho deprisa y corriendo, no
acepta las equivocaciones ni los errores, no permite que nadie le lleve la
contraria ni le diga que debe cambiar de actitud. Con frecuencia acudirá a sus primeros
recuerdos, hablará de lo buena que era su madre, de lo querido que se sentía en
el colegio, de lo bien que se lo pasaba con sus compañeros, se dedicará a
mitificar su pasado como si él hubiera nacido perfecto y a partir de allí
múltiples culpables hayan evitado su ascenso.
Porque claro, alguien debe tener
la culpa de todo esto: “¿Cómo es posible que con lo bien que iba yo de pequeño,
con lo que prometía me haya quedado en ser un pobre hombre del montón, igual al
resto?”
La primera víctima es la mujer,
los reproches se convierten en el estribillo más repetido, en la cantinela de
todos los días: “hay que ver la suerte que has tenido de dar conmigo, yo tenía
que haberme casado con fulanita y me hubiera ido estupendamente, esa mujer si
que sabe comprender y sacar lo mejor de cada uno, y no tú que no vales para
nada”.
Las comparaciones son odiosas y
frecuentes: “Menganito mi compañero de trabajo, ese si que es listo. Se va
todos los fines de semana a jugar al golf, a su bola, y le va la mar de bien.
El vecino de enfrente si que se lo ha montado estupendamente, desde que dejó a
su mujer le veo volver un día si y otro también de jugar al tenis, sin nadie que
le dé la brasa, sin problemas que resolver y mientras tanto yo todo el día
trabajando para vosotros”.
La segunda víctima son los hijos:
“llevo media vida educando a una pandilla de inútiles, la culpa es de vuestra
madre, claro, que es una blanda y os tiene consentidos. En esta casa nadie
mueve nunca un dedo, estáis todos tumbados a la sopa boba esperando a que
llegue yo, el tonto de turno a resolveros la papeleta. Pero eso sí para pedir dinero
anda que no, para eso sois los primeros”.
Les recuerda que los sueños que
tenía respecto a ellos no se han cumplido: “yo quería tener por lo menos un
hijo notario y otro ingeniero, y los tengo hay tirados matriculados de mil
carreras y encima se me echan unas novias que son todavía más inútiles que
ellos”.
El pensamiento de nuestro marido
suele ser de un victimismo atroz, según él nunca le ha ayudado nadie, se siente
ultrajado, torturado por los demás. Será imposible hacerle ver que hay muchas
cosas positivas en su vida. Pero no atiende a razones prefiere estar hundido en
la queja sistemática, en la repetición obsesiva de desgracias.
Con frecuencia se suceden las
amenazas: “cualquier día de estos os vais a enterar, voy a hacer la maleta y no
me vais a ver en una temporada. Ya os acordaréis ya, cuando no tengáis al esclavo
que mete aquí miles de euros para que vosotros viváis como marqueses”.
En los casos más graves y
peligrosos aparecerán crisis explosivas de ira y furia llegando en algunas
ocasiones a romper objetos (la vajilla es lo más socorrido) o a hacer amenazas de
suicidio: “de hoy no pasa me voy a tirar por la ventana o voy a coger el coche
y tener un accidente”.
Otras veces comienzan con quejas
somáticas del todo exageradas: “estoy malísimo, yo creo que tengo cáncer o algo
peor. Tengo una enfermedad grave y nadie se ha dado cuenta todavía”. Cuando se
le dice que debe acudir al médico responde que no: “prefiero tener una muerte
dulce, meterme en la cama y no despertar jamás”. Si se le dice que vaya al
psiquiatra contesta: “ni de coña, a saber lo que tu le habrás contado al
loquero. Ese seguro que está de tu parte y no sabe por lo que yo estoy
pasando”.
Así podríamos seguir durante
horas, pero solo pretendo enseñar un botón de muestra, la productividad de cada
caso es variadísima y a cada cual le da por algo.
¿Cuál es la solución? Les aseguro
que si la tuviera me darían el premio Nobel de la paz como benefactor de la
Humanidad.
Lo único cierto es que el marido
no disfruta con esta postura. En el fondo no sabe lo que le pasa, se siente
mal, derrumbado, y pretende contagiar al resto. Yo estoy mal y no me voy a
recuperar pero por lo menos que estos no disfruten. Pero ya se sabe mal de
muchos consuelo de tontos.
Quizás el truco esté en tener
mucha paciencia, no entrar al trapo de ninguna de las provocaciones (muchas
veces, ni siquiera él se las cree pero las lanza como cuchillos envenenados
porque no es tonto y sabe donde puede hacer daño).
Será del todo inútil el intentar
convencerlo y llevarle la contraria. Es mejor no entrar al trapo, ignorar sus
quejas, minimizar la dramática situación. Decirle a todo que sí y esperar a que
se le pase.
Porque eso sí, al final tarde o
temprano un buen día el padre se descubre a si mismo hablando con su hijo
pequeño de doce años que le pregunta: “¿papá tu por qué quieres suicidarte?” Y
al darse cuenta de lo tremendamente absurda que es su situación se pone a
llorar sin consuelo y pide perdón.
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