martes, 15 de enero de 2013

¿Qué le pasa a papa...?

Acompaño un buen artículo, en tono humorístico, de mi buen amigo Luis Gutiérrez sobre la crisis personal que suele aparecer en las personas,   sobre todo varones, en torno a los cuarenta o cincuenta años.
Luis es psiquiatra y le llegan situaciones extremas. Esto lo vemos reflejado en el tinte "tragicómico" de su artículo y en la intensidad de las vivencias que describe. Seguro que el común de los mortales tenemos síntomas más moderados o no nos vemos reflejados en la situación.

En cualquier caso me doy por satisfecho si con esta entrada alguien comienza un diálogo serío, pausado y constructivo con su pareja. También si alguien se ha reido o se ha dado cuenta de que nos es tan especial. Ahí va..., con título original incluido


DOCTOR, A MI MARIDO SE LE HA IDO LA OLLA

 
La historia es más frecuente de lo que uno pudiera imaginarse y siempre empieza de la misma manera. Mujer de unos cincuenta y tantos años, ama de casa. Acude a consulta porque de un tiempo a esta parte ha empezado a presentar síntomas de ansiedad y depresión. Dice que no sabe a que se debe. Que en general las cosas le van bien, sin novedad, como siempre.

Pero de buenas a primeras la paciente se sincera y salta la liebre. Comienza a decir: “Mire Doctor no sé por donde empezar, es mi marido que lleva un tiempo bastante raro. Yo creo que se le ha ido la olla. Está para que usted lo vea.”

El marido también ronda los cincuenta años, es funcionario (o no) y tiene tres o cuatro hijos. De repente un día sin comerlo ni beberlo se despertó por la mañana y se dio cuenta de que ese iba a ser el primer día del resto de su vida. Se percató de que le quedaba menos vida de la que ya había vivido y no tenía ningunas ganas de comenzar a recorrer este último tramo de su existencia.

Es como si hubiera caído en la cuenta de que ya nada iba a cambiar sensiblemente hasta que saliera por la puerta de casa con los pies por delante: “ya no voy a obtener el ansiado ascenso profesional, nunca tendré un piso en la playa, no aprenderé a esquiar, jamás visitaré las pirámides de Egipto. Soy un fracasado. No he conseguido ninguna de las metas que me he propuesto en la vida”.

En seguida esta situación da pie a un estado de profunda depresión. El paciente sufre una crisis de adolescencia en plena madurez (la pitopausia que dirían las feministas). Es como una especie de regresión, de vuelta a la infancia. Su comportamiento se vuelve completamente infantil, quiere que todo esté hecho deprisa y corriendo, no acepta las equivocaciones ni los errores, no permite que nadie le lleve la contraria ni le diga que debe cambiar de actitud. Con frecuencia acudirá a sus primeros recuerdos, hablará de lo buena que era su madre, de lo querido que se sentía en el colegio, de lo bien que se lo pasaba con sus compañeros, se dedicará a mitificar su pasado como si él hubiera nacido perfecto y a partir de allí múltiples culpables hayan evitado su ascenso.

Porque claro, alguien debe tener la culpa de todo esto: “¿Cómo es posible que con lo bien que iba yo de pequeño, con lo que prometía me haya quedado en ser un pobre hombre del montón, igual al resto?”

La primera víctima es la mujer, los reproches se convierten en el estribillo más repetido, en la cantinela de todos los días: “hay que ver la suerte que has tenido de dar conmigo, yo tenía que haberme casado con fulanita y me hubiera ido estupendamente, esa mujer si que sabe comprender y sacar lo mejor de cada uno, y no tú que no vales para nada”.

Las comparaciones son odiosas y frecuentes: “Menganito mi compañero de trabajo, ese si que es listo. Se va todos los fines de semana a jugar al golf, a su bola, y le va la mar de bien. El vecino de enfrente si que se lo ha montado estupendamente, desde que dejó a su mujer le veo volver un día si y otro también de jugar al tenis, sin nadie que le dé la brasa, sin problemas que resolver y mientras tanto yo todo el día trabajando para vosotros”.

La segunda víctima son los hijos: “llevo media vida educando a una pandilla de inútiles, la culpa es de vuestra madre, claro, que es una blanda y os tiene consentidos. En esta casa nadie mueve nunca un dedo, estáis todos tumbados a la sopa boba esperando a que llegue yo, el tonto de turno a resolveros la papeleta. Pero eso sí para pedir dinero anda que no, para eso sois los primeros”.

Les recuerda que los sueños que tenía respecto a ellos no se han cumplido: “yo quería tener por lo menos un hijo notario y otro ingeniero, y los tengo hay tirados matriculados de mil carreras y encima se me echan unas novias que son todavía más inútiles que ellos”.

El pensamiento de nuestro marido suele ser de un victimismo atroz, según él nunca le ha ayudado nadie, se siente ultrajado, torturado por los demás. Será imposible hacerle ver que hay muchas cosas positivas en su vida. Pero no atiende a razones prefiere estar hundido en la queja sistemática, en la repetición obsesiva de desgracias.

Con frecuencia se suceden las amenazas: “cualquier día de estos os vais a enterar, voy a hacer la maleta y no me vais a ver en una temporada. Ya os acordaréis ya, cuando no tengáis al esclavo que mete aquí miles de euros para que vosotros viváis como marqueses”.

En los casos más graves y peligrosos aparecerán crisis explosivas de ira y furia llegando en algunas ocasiones a romper objetos (la vajilla es lo más socorrido) o a hacer amenazas de suicidio: “de hoy no pasa me voy a tirar por la ventana o voy a coger el coche y tener un accidente”.

Otras veces comienzan con quejas somáticas del todo exageradas: “estoy malísimo, yo creo que tengo cáncer o algo peor. Tengo una enfermedad grave y nadie se ha dado cuenta todavía”. Cuando se le dice que debe acudir al médico responde que no: “prefiero tener una muerte dulce, meterme en la cama y no despertar jamás”. Si se le dice que vaya al psiquiatra contesta: “ni de coña, a saber lo que tu le habrás contado al loquero. Ese seguro que está de tu parte y no sabe por lo que yo estoy pasando”.

Así podríamos seguir durante horas, pero solo pretendo enseñar un botón de muestra, la productividad de cada caso es variadísima y a cada cual le da por algo.

¿Cuál es la solución? Les aseguro que si la tuviera me darían el premio Nobel de la paz como benefactor de la Humanidad.

Lo único cierto es que el marido no disfruta con esta postura. En el fondo no sabe lo que le pasa, se siente mal, derrumbado, y pretende contagiar al resto. Yo estoy mal y no me voy a recuperar pero por lo menos que estos no disfruten. Pero ya se sabe mal de muchos consuelo de tontos.

Quizás el truco esté en tener mucha paciencia, no entrar al trapo de ninguna de las provocaciones (muchas veces, ni siquiera él se las cree pero las lanza como cuchillos envenenados porque no es tonto y sabe donde puede hacer daño).

Será del todo inútil el intentar convencerlo y llevarle la contraria. Es mejor no entrar al trapo, ignorar sus quejas, minimizar la dramática situación. Decirle a todo que sí y esperar a que se le pase.

Porque eso sí, al final tarde o temprano un buen día el padre se descubre a si mismo hablando con su hijo pequeño de doce años que le pregunta: “¿papá tu por qué quieres suicidarte?” Y al darse cuenta de lo tremendamente absurda que es su situación se pone a llorar sin consuelo y pide perdón.

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